martes, 2 de junio de 2009

La belleza que nunca se gasta










La belleza que nunca se gasta
Allá fui representando a la Isla, por primera vez, en Atlantic City. Para entonces se premiaba con becas”era vez, en Atlantic City. Para entonces se premiaba con becas”



Los recuerdos le sobrevienen como burbujas a Irma Nydia Vázquez días antes de celebrar sus 80 años. El 7 de junio merendará con sus amigas y en ese momento la vida le correrá en viñetas. Está preparada para el encuentro, en el que seguramente se hablará: de su paso por el certamen de belleza Miss América, de su encuentro con Albizu Campos, de su dramática relación con “El bardo de América”, Bobby Capó.
“Hija, lo de Miss América lo disfruté, pero no fue lo más importante en mi vida”, asegura la mujer que se conserva resplandeciente. Menudita, de mirada clara -como su mente- vestida en hilo azul turquesa, como toda una “miss”, se acomoda en el asiento y nos advierte: “Mi vida es una novela”.
Y así comenzó narrando que nació en la calle Tetuán del Viejo San Juan. Hija mayor de Genoveva, la primera nieta de Petra y la sobrina querida de Emérita. “Tres mujeres fuertes adelantadas a su época, que me decían cosas como 'una no nació enjuntá'. Creían en el divorcio. Eran feministas que no se debían a nadie. Cuando les daba coraje había que irse corriendo”.
Una plataforma nada común en la crianza de la época. “El saber no ocupa lugar”, también le decían, por lo que la obligaron a aprender a leer y a escribir a los 4 años, 'a cocotazo limpio'. “De chiquita le recité un poema a Lloréns Torres en un homenaje que le hacía el Ateneo. Ese momento todavía me emociona recordarlo”, cuenta.





De la Academia de Niñas en San Juan pasó a la Labra y de ahí a la Central High, hasta que cumplió los 15, cuando la enviaron a estudiar a Washington D.C., donde su tía Emérita era maestra. “Eran lo años del racionamiento. Recuerdo que nos permitían comprar sólo dos pares de zapatos por año, y teníamos que comer lo que nos ponían en el plato, zanahoria y 'celery'.” De estos tiempos de precariedad aprendió a valorar, por ejemplo, “el azúcar que mami nos mandaba desde la Isla”.
Ese tiempo lo disfrutó en grande. “No me dejaban hablar con chicos que no fueran hispanos.” Nadie en su red de pretendientes satisfacía a sus padres. “Mi primer amor fue Jaime Almendro, un pelotero que viajaba mucho, la distancia, tú sabes. Cuando nos dejamos creí que el mundo se acababa. Tenía 16 años”.
Superó su tristeza cuando la escogieron Reina del Carnaval de San Juan, momento del que recuerda una anécdota singular. “Iba en mi carroza cuando me percaté de que no llevaba una bandera puertorriqueña. La pedí, con el desfile a punto de comenzar frente al Normandie. Me dijeron: 'Conozco a alguien en el hotel que seguro tiene una; si se la pides te la presta. Fui, toqué en la puerta, y para mi sorpresa me abrió don Pedro Albizu Campos. De él conocía de discursos intensos, batallas por la independencia, me asustaba un poco. Pero tengo que decir que conservo de él la imagen la sonrisa más dulce que haya visto. Me preguntó quién era mi papá y estuvimos hablando media hora. Me fui con la bandera y la desplegué en mi carroza”.
Al año siguiente le surgió el evento de Miss America. “Para mis padres el cielo era el límite y como mami era secretaria de la Asociación de Hoteles -sólo 3 en aquella época- y papi, Pedro Vázquez, cronista deportivo y relacionista público, hicieron todo por que participara. Y allá fui representando a la Isla, por primera vez, en Atlantic City. Para entonces se premiaba con becas. No gané pero cuando regresé me recibieron Muñoz Marín y doña Inés en La Fortaleza”, recuerda.
Todo corría muy bien, hasta que una mañana se enteró de que el cantante y compositor, Bobby Capó, estaría en WAPA Radio, en la emisora donde su padre era comentarista deportivo. “Nos vimos por primera vez el 12 de junio y el 30 de julio nos estábamos casando. Seis semanas de idilio sin tocarse, porque mis padres no lo permitían. Me llevaba serenatas con la orquesta de César Concepción, y lo botaba mi papá. Fue horrible”, recuerda, riéndose de semejante ridiculez.
Hasta que el hombre se cansó y resolvió. “Lo preparó todo para llevarme. Se las arregló con el papeleo una semana antes y el 30 de julio me mandó recado. Que me preparara, que ese día nos casaríamos por un juez. Volamos a Nueva York, y mi familia se derrumbó. El se acababa de divorciar, para más. ¡Era casado cuando lo conocí!”, narra espantada viendo todo a distancia.
“Si te cuento lo que pasé en mis 25 años con él no terminamos. Voy a escribir un libro. Le tengo título: 'Mi vida con el bardo'. Ahí lo diré todo, lo bueno y lo malo,” advierte. No se arrepiente, dice, porque de él obtuvo “unos hijos maravillosos”, fortaleció su estima sola, a fuerza de trabajo y aprendió dos grandes lecciones: “Me pertenezco y el perdón libera”.

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